
El grupo llega a la abadía. El paje llama al grueso portón.
-¡PON,PON!!
Dentro se oyen cantos angélicos. Son los monjes en la iglesia. También se oye, lejana, una campanilla.
La pesada puerta rechina y se abre lentamente. Aparece el hermano portero, un anciano de barba blanca.
-Hermano- dice Doña Leonor- quisiera confesar con Fray Facundo de Rocafort.
-Está en éxtasis- contesta el fraile. Tardará unos tres cuartos de hora..
-Vaya, esperaremos,- contestó contrariada la condesa.
Les hizo pasar a una salita de espera, amueblada sobria y austeramente con sillones de madera y cuero, y estatuas de santos con cara de susto en hornacinas en las paredes encaladas.
-¿Han desayunado sus mercedes?- preguntó el fray.
-Sí, gracias,- contestó Leonor sin ganas de charla.
-Sí, sí... respondieron el paje y Cunegunda como un eco.
Por una ventana redonda en lo alto del muro del fondo entraba un rayo de sol, que llegaba hasta los pies de la condesa, calzados con exquisitos escarpines moriscos, bordados con hilo de oro. Tenía los dedos de las manos cruzados y daba vueltas a los pulgares. No las tenía todas consigo. Esperaba que el abad, hombre astuto y de recursos, la ayudase. El creía a pies juntillas que Gumersindito era hijo suyo, y tenía que ayudarle a que el conde se tragase la historia del íncubo. Confiaba en la discreción de Arnaldo, con el que no había tenido ninguna explicación, pro sabía que él sabía, y que nunca se creyó lo del niño prematuro. Cunegunda sin embargo estaba convencida de que el niño era hijo del abad.
Al cabo de un rato pasó un fraile llevando leche de cabra con torrijas, que olían como los ángeles.
Al rato volvió el religioso.
-Ahora le recibirá Fray Facundo, señora condesa. Ya ha salido del éxtasis y va a desayunar. Estos arrebatos místicos le dejan agotado. Cuando haya terminado les hago pasar.
-¡Qué asco!-dijo Cunegunda. -Parece que estamos en un ambulatorio de la Seguridad Social. ¡Yo quiero torrijas!....y se opuso a sollozar.
-¡Calla, por favor,- chilló la condesa- no me pongas más nerviosa!!
Entonces apareció otro fraile que, dirigiéndose a Leonor, y sin mirar por un momento a los otros, le dijo:
-El abad os espera.
Leonor se levanto y fué conducida por un corredor, que conocía muy bien, a la celda del abad.
Este estaba de pie, y en la estancia flotaba aún un agradable olorcillo a torrijas con miel.No era muy cenobita la estancia, pues aquí los sillones eran de terciopelo, y la cama, aunque no de grandes proporciones, era mucho más cómoda que las de los monjes., pues tenía colchón de plumas en vez de paja. De esto sabía algo la condesa.
-Señora- dijo el abad. -Me figuro a lo que venía.
Y acto seguido cerró la puerta con dos vueltas de llave.
-¡Ay, Facu! ¡menuda se ha armado!
-Ya lo sé, Leo querida. Tengo mis espías.
-¡¿En el castillo?!
-¡Pues claro!
-¡Caray!...¿Y... qué vamos a hacer?. Yo le dije a mi esposo lo del íncubo, pero no traga. Ahora debe estar ya despertándose, y a lo peor me mata.¡Estoy asustadísima!...Y la condesa tenía el rostro desencajado.
(continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario