sábado, 16 de agosto de 2008

CAPITULO II

Apunta el alba, coloreando tenuemente las grises piedras del castillo.Allá lejos se vislumbra una tropa que avanza.Es Don Ñuflo y su mesnada, que ha pernoctado en un soto no lejano y está impaciente por llegar a su hogar después de tanto tiempo...Está deseoso de encontrarse con su esposa Leonor, una bella dama de tez lechosa y cabellos dorados. Cuando marchó a Tierra Santa hacía sólo tres meses que había contraído nupcias, y aunque las infieles que se ha ido encontrando en su camino han sido hermosotas y macizas, está deseando volver a los brazos de su amada. Además, le gustan las rubias, y las musulmanas, griegas, italianas, etc., que se ha ido beneficiando en el regreso eran casi todas morenas, y ninguna igualaba a su Leonor.
La tropa avanza, y se nota que avanza si uno se sitúa contra el viento, pues aunque apenas se vislumbra, el olor que trae el aire es una mezcla de sudor, cuero, orines y jugos diversos macerados por los aguerridos caballeros durante los seis años de ausencia. Ninguna se ha lavado durante todo este tiempo, eso es cosa de infieles, excepto el escudero de D. Ñuflo, que en San Juan de Acre se cayó al mar en un descuido con la armadura puesta, y hubo que sacarle con gran esfuerso, pues se iba directo al fondo.
En el castillo un centinela ha visto al grupo que llega, y corre a dar la voz de alarma. No saben quién es, amigo o enemigo. Además, no están acostumbrados a recibir visitas multitudinarias; solamente llama al castillo de tanto en cuanto algún mendigo pidiendo de comer, o algur juglar escuálido y harapiento solicitando asilo por varios días a cambio de amenizar con sus trovas a los castellanos, que como son analfabetos no pueden leer para entretenerse, y como aún no se ha inventado la tele, no pueden idiotizarse viéndola. En aq

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